Los poemas de Vicente Bartolomé y Pablo Carrasco es preferible escucharlos en voz alta; leérselos uno en el Café Unión con algo de murmullo de fondo: tipos que vienen y se marchan, el ruido de los acuerdos, las eternas cucharillas dando vueltas al café con leche de la tarde.
Tienen algo de terribles en este primer libro, Presunción de inocencia; y también de ingenuos, de purificadores, de catárquicos, pues los autores escriben para expresarse y, de paso, contagiarnos su visión del urbanismo y de la justicia.
Poseen una extraña impronta de juventud en la que se advierte que su paso por las administraciones públicas les ha marcado de por vida, lugares en los que las contradicciones del ser humano pueden dar a luz una selección de poemas tan cuidados y cercanos.
Con Presunción de inocencia los autores ha escrito un libro de altos vuelos y pretensiones: volver al sur, recuperar su existencia y liberarse de la carga de las sospechas. “Cuando ya todos saben quién eres y lo que has hecho, las letras fluyen solas, vuelan sobre nosotros”, dice Carrasco.
Hay mucho de viaje iniciático y de búsqueda desasosegada en ellos, y sus músicas distintas, sus tempos sucesivos, se mezclan, pero no se pierden, pues alcanzan a darnos un todo coral. Este es un buen ejemplo de ello:
Todos los ojos del mundo
miraban nuestras carencias
cómo saber si es correcto
dar o no esas licencias.
Aplastan las tentaciones
y no vemos nada feo
si con una simple firma
alegramos corazones
y generamos empleo.
El sur también existía
pero aquí el sur era rico
nos llevamos ciento y pico
mientras la gente asentía.
Y decían qué bien les va
se ve que son exitosos
pero la vida no es solo vida
si a pesar de los excesos
debemos cargar con el peso
de saber que así no valía.