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El teléfono de presidencia echaba humo. El primer agravio ya fue duro. Ningún miembro de su equipo de gobierno propuso su nombre para el Teatro Insular. Pero la segunda bofetada podía doler aún más: que el teatro se llamara igual que quien compuso aquellas coplas que decían “Si yo tengo de Alcalde a mi medianero resulta en la Alcaldía lo que yo quiero”. Llamó a todos sus amigos, incluso a aquellos a los que subió a una tarima en el Charco de San Ginés para utilizarlos políticamente antes de las elecciones: “Tengo que pedirte otro favor: vete esta semana por la tarde al Teatro Insular y vota a cualquiera menos al salinero. Serás recompensado. Sí, como la otra vez”. Nadie le dijo nada, pero todos intuían que las instrucciones venían de muy arriba.


Ese fue su error. Aunque le hicieron caso, el voto se dispersó y el resto de candidatos sumaron 174 votos, pero ninguno se acercó ni de lejos a los 144 votos que se llevó Víctor Fernández Gopar, el poeta del pueblo. Poco después de saberse los resultados de la votación, sonó el teléfono rojo en el despacho del presidente. Una gota de sudor frío corrió por su sien. Un toque, dos toques, tres toques... Tragó saliva y descolgó.

- “Hola Juan Francisco”.

- “Hola Pedrito”.

El tono era de tensión y de ironía, de desprecio contenido. Ese “Pedrito” sonó a ultimátum, a pulgar hacia abajo, a fin. El corazón del presidente latía a 200 pulsaciones, como aquella vez que cruzó a nado el Río y Margarona corría hacia él para darle un abrazo. No podía articular palabra.

- “Sabes por qué te llamo, ¿verdad, Pedrito?”.

- “Deja que te lo explique, por favor. Fue una cosa que se le ocurrió a Óscar, la típica tontería participativa de los jóvenes de ahora, pero yo hice todo lo que me dijiste y movilicé a...”.

- “Vete a contarle esa mierda a otro, Pedrito. El teatro no puede llevar el nombre de alguien que me retrató a la perfección en una copla. La cagaste y tienes que arreglarlo. Búscate la vida. No habrá más advertencias”.

Colgó el teléfono. El presidente vio pasar su vida entera en un segundo. La juventud alocada, su primer pleno en 1999, las negociaciones para la compra de la casa de la calle Fajardo, las amistades sobrevenidas, la incautación de la desaladora, el viaje a Perú... De pronto, se le hizo la luz. Después de todo, aún le quedaba alguna neurona activa después de tantos años de excesos. Llamó a todas las empresas de rótulos de Canarias y a todas les dijo lo mismo: “Quiero comprar todas las letras “S” y “L” que tengan en stock. Y las que te lleguen después también. Quiero todas las “S” y las “L” que te lleguen de aquí a un año. A cambio, quiero que pongas las “C” y las “T” a mitad de precio. Es muy importante esto que te pido, seguro que me entiendes”.

Así se consumó la brillante estrategia. Ninguna empresa se atrevió a surtir al Cabildo con las letras “S” y “L” que hacían falta para rotular la fachada del teatro con el nombre del poeta. Y gracias a su don de palabra y a su magnetismo personal, el presidente convenció a sus socios de gobierno de que a falta de eses y eles buenas son las ces y las tes, y el Teatro Insular, definitivamente, pasó de llamarse “EL SALINERO” a convertirse en el nuevo y flamante Teatro “EL CANTINERO”.

 

 

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