El gobierno, cansado de fracasar en sus políticas para reducir el desempleo, decide coger el toro por los cuernos y lanza el Plan Nacional para la Ampliación y Mejora de los Cementerios. “El paro va a bajar por mis santos ovarios”, había declarado Fátima Báñez unos días antes en una entrevista en La Razón en la que glorificaban el nuevo y arriesgado proyecto de la ministra.
Dos millones de parados son contratados durante seis meses para trabajar intensivamente en todos los cementerios del país. De un mes para otro, el paro baja al 12%. El mundo entero habla del “milagro español”. Rajoy debe tomar píldoras de bromuro cada dos horas para disimular su erección permanente.
Los trabajadores empiezan a mosquearse cuando los capateces se interesan por sus gustos fúnebres. “¿Y a ti de qué tipo te gustan las esquelas?”, le preguntaban a uno. “¿Qué epitafio pondrías en tu lápida?”, le decían a otro.
A nadie se le ocurrió leer la letra pequeña del contrato, aquella cláusula final que obligaba al trabajador, una vez finalizada su labor, “a servir fielmente a la patria con sacrificio y pundonor, a dar su vida por la buena imagen del país, por el reconocimiento internacional de la marca España”.
El gobierno había tenido la brillante idea de que cada parado se cavara su propia tumba. La portavoz lo llamó “plan urgente de agilización de los trámites de defunción y decoro nacional”, y brindó por su éxito.