Dos hombres se reúnen cada semana en un sórdido tugurio de Arrecife. Trabajan en una emisora de radio y sueñan con crear un potente lobby mediático y que los llamen por teléfono los políticos más poderosos para contarles cositas y llegar así a ser muy importantes. El más joven es un chico robusto con pequeñas gafas metálicas y un corte de pelo raso en la frente, muy militar. El otro es un hombre de mediana edad, bronceado, pelo hacia atrás, con aspecto de galán, una mezcla entre los cantantes Francisco y Bertín Osborne.
En el tugurio nunca hablan del trabajo ni de chanchullos ni de las profundidades en las que sumergen cada mañana al oficio de periodista. Solo hablan de ellos mismos, de su pasado, de su presente y, sobre todo, se pasan las horas imaginándose en el olimpo mediático de Lanzarote, siendo una especie de David Frost, gente con poder, con muchos seguidores, aclamados por su pueblo que les agradece que les mantenga informado.
El joven recuerda con frecuencia su asunto del talonario y las firmas falsas. Tal como lo cuenta, uno podría llegar a apiadarse de él, como pasa con Dimas si le dejas que se explaye. El madurito suele repasar su trayectoria sin llegar a explicarse cómo es posible que haya terminado en una emisora minoritaria.
Una noche, por alguna razón desconocida, deciden irse del tugurio y mezclarse con ese pueblo del que tanta admiración precisan. Se bajan al Charco de San Ginés, a La Miñoca, que se encuentra hasta los topes, como de costumbre. Deben elegir entre sentarse en las escaleras del callejón que baja hacia el bar o sentarse dentro, en un sofá apartado que hay al fondo. Las dos opciones les parecen cutres. Lo de las escaleras les resulta humillante, de poco caché. Lo del sofá es incluso peor, hasta sospechoso en muchos aspectos, piensan.
Entonces los dos se miran como solo se miran dos locutores que madrugan a dúo cada mañana, que están compenetrados hasta la médula, y a ambos les aparece el mismo pensamiento. Ríen a carcajadas y avanzan juntos hacia la camarera con aire de sobrados, moviendo mucho los brazos y caminando muy seguros de sí mismos, como esas escenas de película en las que los protagonistas, a cámara lenta y con una canción animada de fondo, aparecen felices y sonrientes.
El primero en hablar es el doble de Bertín Osborne: “Hola, encanto”. La camarera les mira de arriba abajo con cara de miedo. “Somos nosotros”, dice el más joven, “los de la radio, reconoces nuestras voces, ¿no?”. Ante la expresión de estupor de ella, el maduro le dice: “seguro que quieres que subamos el nivel de este antro, ¿verdad? A ver si encuentras una mesa VIP para nosotros”.
El resto de la historia ya la conocen. Los futuros divos del periodismo terminan en La Raspa pidiéndose una copa de vino para compartir y debatiendo cómo despellejar a La Miñoca en el programa del lunes. “A saber si tienen la licencia en regla”, “seguro que los vecinos están hartos de los ruidos”, “los nachos con queso pican tanto que deberían ilegalizarse”. Y así se pasaron la noche, lamiendo sus heridas y soñando de nuevo con el día en que serían recibidos como grandes señores en los mejores restaurantes de Lanzarote y del mundo mundial.